A PESAR DE TODO…
Nací una fría madrugada de Julio, con la luna en cuarto creciente, sobre el cielo de Parque Patricios.
Fui la más pequeña de las dos familias, la
materna y la paterna. Mis padres se casaron con treinta y treinta y cinco años,
detalle que hoy hablaría de responsabilidad de planeación familiar, pero en su
contexto, no se comprendía con ese razonamiento.
Es la historia de una mujer que había
sobrevivido a una triste historia amorosa, con un desenlace de desilusión y
muchos chismes y un hombre algo inmaduro, que tenía un encanto muy especial y
un talento muy marcado para el arte y la innovación.
La unión no fue fácil, porque mi madre,
pensaba quedarse en su soltería, atendiendo el almacén de “Ramos Generales” de
mis abuelos y rechazando “candidatos”, porque ya no quería sufrir.
Por otro lado, mi padre, era un pelirrojo con mucha
paciencia y un buen humor, que te hacía reír sin ganas, pero… su fama de “mujeriego”,
hacía que mi abuela lo sacara corriendo con la escoba. Alguna vez, lo
cuestionamos con mi hermana, por esa anécdota que cada tanto surgía, de cuando
tuvo que salir corriendo, porque se le juntaron cuatro de sus “novias” en la
plaza principal de su ciudad natal. Él se reía, mientras respondía, que “eso se
termina cuando te enamoras”.
Mi madre nos contaba que la esperó un mes,
para poder besarla por primera vez y eso, entre otras cosas la conquistó.
Realmente, por muchos años, intuimos que algo
había pasado ese día, por el contraste de la alegría en el rostro de mi padre y
la tristeza en la mirada de ella en la foto de su casamiento. Ella siempre
respondía que se debía a que estaba cansada, porque se había levantado temprano
para atender el almacén… ¿El día de su boda? Con los años, y por la infidencia
de una tía, supe que mis abuelos maternos habían rechazado esta unión, no solo
por la “fama” de mi padre, sino, porque era menor que mi madre y porque tampoco
su condición social era acorde al bienestar que pretendían para sus hijas.
De todas formas, el amor pudo más, y al año,
nació mi hermanita Iris María, una pelirrojita que, lamentablemente no conocí,
porque falleció a los dos días, debido a una insuficiencia respiratoria, que según dichos de mi madre, se debió a mala praxis, o falta de tecnología en el
hospital. No tuvimos foto de ella, pero mi madre siempre guardaba una foto de
una revista que recortó una tía, porque decía que ese bebé era idéntico a ella.
Tardaron dos años en recuperarse en parte, de
esa pérdida tan dolorosa, pero finalmente, llegó mi hermana Cecilia. Ella fue
esa luz que volvió a iluminar sus corazones, después de tantas lágrimas y
desbordó su amor incondicional, sus atenciones y todos sus sueños aplazados por
la fatalidad del destino.
Y después de cuatro años, nací yo (Volvamos al
inicio). Tenía apariencia muy frágil, hablaba en voz bajita, con un cabello
rubiecito y muy finito, que me cortaban a la altura donde comenzaban los
bucles, para que no llorara cuando me lo peinaban. Comía muy lento y la
anécdota, era que cuando ya estaba satisfecha, era imposible tentarme con algo
más. Era muy sensible y lloraba con facilidad, incluso, cuando me aplaudían en
los cumpleaños. Cuando tenía sueño, pedía” upa” y recordaba a quien me acunara,
que cuando me durmiera, me sacaran los zapatitos.
Recuerdo que un día, a la hora de la siesta, (en
esa época era una obligación dormir, haciendo un corte en el día, porque la
gente se levantaba muy temprano y las mamis estaban en casa, para supervisar
ese ritual) yo me levanté decida a tomar mate, pero… no me gustaba el gusto de
la yerba, así que, decidí tomar mates de azúcar y agua fría, porque tenía dos
años, y no podía calentar el agua… y sí.
Mis padres se levantaron y no pudieron creer
lo que veían. Yo, sentada en la galería que daba al patio trasero, en el “etate”
(Silloncito de madera con posa brazos, pintado en colores pastel, que había construido
mi padre para mi hermana), sorbiendo “mi infusión”, con total normalidad,
mirando los árboles frutales que teníamos en el fondo de la casa, que
alquilábamos en Mercedes, provincia de Buenos Aires, en donde vivimos hasta mis
tres años. Por supuesto, la escena fue narrada
a todos los que llegaban a casa y provocó muchas risas, pero yo no entendía
donde estaba la gracia, ya que, ellos siempre tomaban mate y no tenía nada de
particular.
También recuerdo, que a veces, memorizaba parte
de las tareas del colegio de mi hermana, porque ella estudiaba repitiendo en
voz alta. Así, aprendí la fecha de llegada de Colón a América, una poesía a San
Martín y bueno, también una vez le firmé un boletín, pero bueno… se aprende del
ejemplo.
Alquilábamos una casa con un fondo grande,
lleno de árboles. Era una zona de casaquinta y la nuestra, era de las primeras,
donde los terrenos no eran tan grandes.
Por las tardes, salíamos salir a la puerta, a
la hora en que mi padre volvía de la fábrica, él nos esperaba en la esquina con
su Siambretta y nosotras corríamos a saludarlo, entonces, nos subía, a mi
hermana atrás y a mi, adelante y nos llevaba hasta casa, que era donde
terminaba la calle.
En una ocasión, mi madre tuvo que salir por un
momento, y mi hermana decidió que era momento de lavarme la cabeza, pero no
pudo enjuagarme, así que, cuando llegó mi madre, todo era un caos, de llanto,
espuma y agua. Y hablando de burbujas… en esa época, los programas infantiles
solían dar ideas, poco chequeadas, diría yo. Las instrucciones eran: poner
detergente en un vaso, absorber de ese líquido con una bombilla y soplar para
hacer burbujas. Mi hermana tenía la técnica, pero yo no, así que conocí el
gusto del detergente, que más tarde se pasó, con un plato de sopa.
En frente de nuestra casa, vivía mi amiga
María José, medio año más chica que yo, pero con más incentivos, ya que tenía
más recursos y su casa siempre se llenaba de gente, porque sus padres eran jóvenes
profesionales, simpáticas y sociables. Desde que nos despertábamos, comenzaban
los cruces de una casa ala otra, porque nuestras madres supervisaban y no había
peligros. Ella tenía un cuartito lleno de juguetes nuevos, pero prefería jugar
con la “pepona” de mi hermana o un payasito, que era nuestro. Su mamá la retaba
porque tenía la costumbre de dar vuelta el bolsón de juguetes y desparramaba
todo ni bien nos juntábamos.
En los años compartidos, la vi tirarse a la
gran piscina que tenían sus padres y ellos tirarse detrás, con la desesperación
de que pudiera ahogarse, a pesar de la precaución que habían tenido de
construir una pequeña para ella.
Una vez nos retaron, y creo que lloré (para
variar), aunque después se rieron mucho. Estábamos jugando con una pelota y
como yo tardé en devolverla, me dijo: _Pasame la pelota, pelotu… (tal vez de
ahí mi trauma, jajaja).
Su mamá me presto su sillita alta, una noche
que mi madre fue hospitalizada, con la sospecha de haber perdido un embarazo.
Compartió con nosotras la varicela y alguna que otra gripe, porque era
imposible que no se cruzara y se subiera a nuestras camas cuando estábamos
enfermas. Para jugar, me cambiaba su triciclo nuevo, por el mío, reciclado de
mis primos y una muñeca nueva por una viejita nuestra, cuando se iba de
vacaciones.
Cuando nos fuimos de Mercedes, su mamá nos
regaló dos muñecas preciosas, que nos robaron en un depósito de muebles en Mar
del Plata.
Recuerdo su carita llena de lágrimas en los
brazos de sus padres, esa noche que nos mudamos. Unos años después, la
visitamos en su nuevo domicilio y volvió a dar vuelta su bolsa de juguetes y
otra vez el llanto de la despedida, creo haber tenido ocho años entonces, y no
nos volvimos a ver.