Tal vez por mi corta edad, no recuerdo exactamente en que el mes, pero si sé, que corría el año 1968. Vivíamos en una ciudad que está a unos 100km de Buenos Aires.
Yo tenía tres añitos y mi hermana algunos más. Mis padres eran personas que creían en que el progreso se conseguía a base de sacrificios y trabajo, por ese motivo, decidieron probar suerte en otro sitio. Fue así, que en su afán de encontrar el lugar que les brindara otras posibilidades, decidieron que mi padre viajaría a Mar del Plata en busca de un trabajo que les permitiera realizar tal sueño.
En uno de los tantos viajes, le ofrecieron un trabajo como encargado de un hotel. De inmediato, comenzaron los preparativos y finalmente, dejamos atrás los parientes, la “chatita”, mi amiguita María José, el trabajo de mi papá en la fábrica y la casa que alquilábamos. Como es de suponer, no tengo muchas imágenes claras, pero sí recuerdo una, la de mi amiguita llorando desconsoladamente mientras la saludábamos a través de la luneta trasera del auto que nos llevaba a la estación.
El hotel no era muy grande y no tenía demasiados residentes, porque creo que había terminado la temporada, esto lo deduzco porque yo cumplo los años en Julio y recuerdo que mi madre me hizo una torta decorada con gajitos de mandarina para cuando cumplí 4 añitos.
Nos divertíamos mucho subiendo y bajando por las escaleras y recorriendo los pasillos de las habitaciones vacías. Recuerdo que un día, vino un vendedor con la novedad de una pantalla que se ponía sobre la del televisor, y según él, de esta manera, se podía ver imágenes en color. Lamento decepcionarlos, pero sólo se trataba de un celuloide pintado con rayas transparentes de colores.
Como nada es eterno, un día vino el dueño y dijo que iba a poner a la venta el hotel. Como es de suponer, así comenzó la odisea de encontrar otro lugar. Gracias a Dios, mis padres nunca nos hicieron sentir la preocupación y desamparo que sentían en esas circunstancias.
Esta etapa de nuestras vidas fue muy difícil, porque era complicadísimo sobrevivir en un lugar que revivía cuando llegaban los turistas y la gente se agolpaba en las playas y las calles del centro, mientras miraban al mar como quien observa deslumbrado un ocaso en el campo o el cielo despejado de una noche de verano.
Sería muy tedioso contarles todos los lugares en los que vivimos, lo que sí es verdaderamente
importante era la fuerza que mis padres le ponían a todo. Mi madre era modista y mi padre era electricista, pero los dos habían aprendido a hacer infinidad de otras cosas. En las etapas en que el trabajo bajaba mucho, mi padre (que era muy habilidoso trabajando la madera), hacía fosforeras, repisitas etc., luego, entre los dos las pitaban y barnizaban y mientras mi madre nos cuidaba y cosía algunos encargues para los vecinos, mi padre tomaba la bicicleta y con el bolso lleno de mercadería, recorría las calles de los barrios ofreciendo (siempre con un chiste o una sonrisa) los diferentes modelos de sus productos. Pedaleaba hasta vaciar el bolso. En esas gélidas noches de los inviernos marplatenses, esperábamos preocupadas escucharlo silbar a lo lejos y momentos después abría la puerta con sus manos semicongeladas, una sonrisa en los labios y caramelos.
La temporada de playa para nosotras, comenzaba con los primeros días primaverales, cuando mi madre al volver del trabajo, nos pasaba a buscar al colegio con un bolsito (al mediodía) y de ahí, nos íbamos a la playa a disfrutar del privilegio de jugar de locales. Esto compensaba el miedo que nos provocaban las tormentas de huracanados vientos que nos hostigaban en los interminables inviernos.
Con el tiempo mis padres lograron comprar un terreno y construir una casa rodeada de árboles frondosos.
En Abril o Mayo de 1974, mis padres decidieron vender todo y mudarse a capital y así empezó otra historia, pero allí quedaba mi infancia de inocencia y recuerdos de arena y sol.
Norma.
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