Con el último mueble subido al camión de mudanzas y los pasajes de tren, al menos para mí, solo de ida, la vida me esperaba con innumerables desafíos y obstáculos.
Deberían inventarse diferentes maneras de provocar el crecimiento, porque todo me asustaba tanto, que llegué a experimentar síntomas, hoy bien definidos, atendidos y respetados, por lo que supone, pero en esos años y contexto, eran apenas considerados o reprimidos. Ese sudor frío, el corazón palpitando sin control, o la sensación de estar muriendo, pánico a los lugares con mucha gente, o la sensación extrema de querer ser invisible, por la vergüenza que suponía el solo intento de respirar.
Recuerdo, que llegamos de noche, me sorprendió el tono verde de los semáforos, era como más azulado creo.
Pasamos unos días en el departamento de la única tía que vivía en capital, con su familia. No recuerdo bien, porque debimos considerar ese paréntesis, pero, nos quedamos con mi madre unos siete o diez días. Ella vivía con su marido y sus hijos, en amplio departamento sobre Carlos Pellegrini. Según mi madre, el edificio fue demolido con los años.
Después de este hospedaje intermedio, fuimos con mi padre, a ocupar la casa que habitaríamos por casi tres años, sobre la calle San Blas, en Villa del Parque.
Mi madre, me anotó en un colegio que se encontraba a tres cuadras de mi casa. Solo era de educación primaria y por cuestiones de poca afluencia de alumnos, supongo, solo distaba clases en turno mañana.
La escuela N° 7, me devolvió la alegría de volver a quinto A, ya que en B, no había nenas, eran todos varones.
Nunca olvidaría mi primer día de clases, al menos, lo que sentí en el patio, y que reviví unos treinta años después, cuando acudí a una convocatoria de ex alumnos. En un momento, me sentí esa nena una vez más. La única opción después de más de una hora, fue huir de ese lugar, porque las lágrimas brotaban sin poder evitarlo y en esa noche de invierno y soledad, terminé llorando en el andén de la estación de tren, que me llevaba de vuelta a casa. Entonces, mi hija me llamó, le expliqué que estaba volviendo y como era tarde, su papá, del que me había separado hacía muy poco, me fue a buscar y me llevó a casa, pero, tardé varios días en recuperarme de lo que sentí esa noche.
Ese primer día de clases, con el año ya empezado, extrañando a mis compañeros y sin poder comprender, porque nadie me hablaba y solo las chicas, me miraban, conversaban y se reían. Yo solo quería que la tierra me tragara o salir corriendo y ya no volver. En el último recreo, una compañera se acercó, y me contó, que las otras nenas, se reían de mí, porque mi guardapolvo estaba muy corto, y eso había pasado de moda. Entendí que no era su culpa, que alguien les había enseñado a juzgar a las personas por como vestían.
No tengo muchos recuerdos de ese año, solo que la señorita Asunción se jubilaba y que un día, debido a la emoción con la que nos contó varios pasajes de la vida de San Martín, uno de los chicos, le preguntó si lo había conocido y obvio, después todo fue risas.
En poco tiempo, y no recuerdo como, empecé a hablar mucho en casa de un compañerito que me parecía lindo, pero lo más probable es que me atrajera mucho su personalidad, porque hasta que llegamos a séptimo grado y tuvimos que separarnos, no hubo nadie que lo superara. Diría que a lo largo de esos años, era como parte de mi familia. Cuando no lo veía, le preguntaba a mi madre o a mi hermana, qué estaría haciendo y ellas se reían y contestaban algo que sabían que me iba a fastidiar. Tan insistente era, que hasta le hablé de él a algunas de mis tías y a mi tío Jorge, que vivía en el campo, y nos llevábamos muy bien.
Ese año, comencé catequesis en la parroquia de la zona, porque cuando quise hacerlo en Mar del Plata, me enfermé de paperas. En un principio, me acompañaban hasta la parroquia, y después, me hice amiga de una compañera, que usaba un ponchito muy bonito y me pasaba a buscar, para ir juntas dos veces por semana. Los domingos... a misa. Nos habían dicho que era pecado mortal no asistir a misa y me lo tomé tan en serio, que, como no faltaba nunca, mi catequista, me dio la libreta rosa de las nenas y la celeste de los varones, para tomarles asistencia a la salida. Pero, el momento esperado, era cuando, antes de irnos a casa, ensayábamos las canciones que se cantábamos durante la misa.
Después de dos años de catequesis, tomamos la primera Comunión y la señorita Asunción nos regaló, a unas compañeras y a mí, una pequeña imagen de la virgen que conservé por años. Mi madre me hizo el vestido y la canastita y la señora, dueña de la casa que alquilábamos, me prestó una mantilla para la cabeza, que había traído de su pueblo de España.
Quinto grado, pasó sin pena ni gloria, pero, debería disculparme con el chico que me dejaba todos los días regalitos y que mi madre me prohibió conservarlos, porque él estaba en séptimo grado... ¡Una ridiculez! Las chicas me decían que saliera con él, que era lindo, y yo me moría de vergüenza, pero, si algún día se entera... ¡Perdón!
En las vacaciones de verano, mi tía Luisa me vino a buscar, pero, a mi tío Tito, le llegaron los pasajes gratuitos anuales, fruto de haber trabajado en el ferrocarril hasta su jubilación, cuando todavía eran ingleses.
Todos los años, mis tíos aprovechaban los pasajes, para viajar a las Termas de río hondo, por la artrosis de mi tío. Cada vez, que este beneficio coincidía con mi estadía en su casa, me llevaban a casa de otros tíos, porque solo se ausentaban una semana. En esta ocasión, mi tía, me llevó al campo, a casa de mi tía Anita y mi tío Jorge. Creo que la situación fue bastante incómoda, porque tenían todo listo para viajar al día siguiente a Junín y disfrutar de unas vacaciones en el balneario.
Temprano, cargaron todo en el Rastrojero, y partimos en una hermosa mañana de sol. Por el camino, cantamos, con mi tío, canciones del folclore, que había aprendido en el colegio y finalmente, llegamos como al mediodía.
Mi tía, era muy sociable, y fácilmente, entabló una amistad, con un matrimonio, que acampaba muy cerquita del lugar que ellos eligieron para asentarse. La familia con la que nos íbamos a relacionar los diez días de vacaciones, se componía de dos chicas y un hermano más chico. Casi siempre, cenábamos juntos y la incomodidad comenzaba cuando mi tía quería aparentar, que su matrimonio era ideal, y exageraba tanto, que mi tío terminaba fastidiado... yo quería desaparecer, no estaba acostumbrada a esas escenas.
Los recuerdos más bonitos, son de los atardeceres sobre la laguna, las largas caminatas, las horas que les dedicábamos a las hamacas, y cada tanto, un heladito.
Mucha gente decía que me preparé, porque a pesar de mis diez años, todo indicaba, que podría "hacerme señorita", al menos, así se expresaban las señoras antes. Una tarde, mis tíos se fueron a comprar algo y yo preferí quedarme, mientras escuchaba música, y así sucedió lo pronosticado, pero estaba tan advertida, que no me asusté, solo esperé que volviera mi tía para contarle, pero ella insistía que si tenía que decirle algo, podía hacerlo frente a mi tío, y bueno, me angustié y terminé llorando, pero ella lo justificó, diciendo que yo me había asustado.
Comencé sexto grado, cuando mi madre ya trabajaba en la panadería de constitución, que era de mis tíos y un socio. La mamá de una compañera, me acompañaba hasta la esquina de casa, porque le quedaba de paso y mi madre, le había pedido ese favor.
El año, comenzó con tres maestros y todo se veía más complicado, pero, recuerdo haber reforzado mi imaginación con los libros de lectura, quedé fascinada con los "Cuentos de la Alambra", aunque no recuerdo bien el por qué.
Hicimos excursiones a la rural, a Frigor y supongo que alguna otra, pero no recuerdo. Las clases de música, eran intervenidas por el maestro de sociales, que evidentemente, tenía cierta vocación truncada por los coros.
La pesadilla por excelencia, eran las clases de educación física, porque no me gusta competir, y porque no tenía una base. Lo que nadie imaginaba, es que en Mar del Plata, solo tenían clases opcionales de esta materia, los chicos de séptimo grado.
Y el profesor parando la clase, para que mi saque de vóley pase la red, y parando el juego para preguntarme que suponía yo que debía hacer con la pelota, jugando pelota al cesto... ¿En verdad quería saberlo? Yo le contestaba que no sabía, pero, la realidad, quería decirle que no me interesaba en absoluto. No era tan mala jugando al quemado, pero quería desaparecer, cuando me decía que era una princesita pensando en mi príncipe azul... y lo decía en voz alta y desde lejos... y tenía razón.
Todavía no entiendo el por qué, de la frase que me dijo un maestro, un día que se enojó con el curso entero, "la verdad, es que, de usted nunca lo hubiera esperado"... (Antes, nos trataban del usted) y yo me preguntaba, mientras me ponía colorada... ¿Y de los demás sí?
Yo me sentaba con un compañero que se llamaba Salomón, amigo de mi chico favorito. Ellos eran amigos y se potenciaban estando juntos, eran muy divertidos. Tengo un recuerdo muy dulce, muy bonito de esos momentos, de risas interminables y mucha luz. Solía pensar que era el único motivo, por el que madrugar e ir al colegio tenía un sentido.
Y llegó el último año de primaria, el maestro de sociales, era abogado, y nos dejó un mínimo paseíto por la constitución, por los juicios, por los debates, y la frase "Para que sea justo, por cada derecho... una obligación"
En los recreos, las chicas hablábamos de los capítulos de "Piel naranja", "Señorita maestra" o jugábamos a esos juegos golpeando las manos, los varones repetían situaciones graciosas de "El chavo" y de vez en cuando, alguno decía algo de la "Pantera rosa" o "El inspector", pero, juraban que ya no veían dibujitos.
Yo tenía una obsesión por volverme invisible y estaba contenta con mi pelo, porque hacía unos años que ya podía cuidármelo sola, y lo tenía largo hasta la cintura.
Para los actos del colegio, teníamos al libretista estrella, un compañero que se desvivía por obtener las mejores notas, y competía con otra compañera que compartía el mismo objetivo. Además, teníamos al protagonista indiscutido, encarnando papeles de la talla de San Martín, Sarmiento... y más. Siempre primero en levantar la mano, a la hora de pedir voluntarios para subir al escenario. No solo eso, la profe de música le daba el bombo, si cantábamos folclore. Era el mejor en educación física, pude verlo haciendo exhibiciones de su destreza en cajón y siempre capitán de su equipo. Y no, no tenía las mejores notas, pero no le hacía falta, creo, que había nacido con la habilidad de acomodarse a todas las situaciones y tenía el don del habla... verso, digamos. Y por curioso que parezca, no eran todas esas virtudes las que más me fascinaban de él, era esa luz, esa alegría, su agilidad en los movimientos y que además, era bueno, incluso conmigo.
Séptimo grado, nos despedía de esa etapa, tan dulce a la distancia, pero tan complicada para mí.
"La prueba del silencio", era el castigo para buchones y malos compañeros, a los que nadie les hablaba durante un tiempo pactado por el grupo, pero admito, que muchas veces, yo me saltaba esas reglas, por interpretarlas como muy crueles. En general, eso presuponía sumarse al castigo del compañero señalado, pero, por suerte, a mí se me perdonaban algunas cosas.
Nunca jugué a "Verdad o consecuencia", porque no quería mentir, y mucho menos, algunas de las consecuencias que se elaboraban con un toque de malicia. Jugar a "La botellita", era básicamente inaceptable para mí. Se sumó a la lista, el desfilar para juntar plata para el viaje de egresados y sin duda, poder ir con mis compañeros a ese viaje en donde debía someterme a muchas situaciones a las que no estaba dispuesta, aunque, a la distancia, se vean muy inofensivas.
De todas formas, de ese viaje de egresados, se formaron unas tres parejitas. El año era 1976, pero imagino que con el tiempo, esos mismos chicos, lo vieron mal en sus hijos.
Durante el año, cada uno, tenía un papel a la hora de leer obras de teatro, como "Las de barranco", y creo que era una excelente manera de presentar estos clásicos.
Ese año fue particular, me busqué una mesita, en la fila contra la pared y mi amiga se sentaba en la fila de al lado.
Lo gracioso y algo complicado, era que como cuando mandábamos mensajes escritos, para comunicarte con otro compañero, en momentos que no se podía hablar, alguien podía interceptarlos y terminaba enterándose todo el curso, de tu comentario o comunicación privada. Por lo tanto, inventamos con mi compañera, un código secreto, para escribir y descifrar cada mensaje.
También, los maestros proponían enviar una cartita como "amigo invisible", y finalmente, podía descubrirse al responsable del misterioso mensaje.
Dé atrás hacia adelante, se sentaba un compañero bastante molesto, en medio quedaba yo y delante de mí, el chico que parece ser el nudo de este relato... y tal vez lo sea.
A pesar de mi extrema timidez, me divertía mucho todo lo que hacía. El solo hecho de acomodar mi carpeta en mi mesita, daba comienzo a un ritual, en donde el objetivo, era sacar su brazo de mi espacio, lo que comenzaba con un ¡Permiso!, seguía con un ¿Me dejás poner la carpeta, por favor?, a un desesperado ¡Te corres nene! y todo terminaba cuando le empujaba el brazo con mi carpeta. Él, se reía y no me miraba, yo presuponía que sabía que me gustaba y hacerme enojar lo divertía. Con el tiempo, el desafío era poder pasar por el pasillo cuando terminaba la clase y era imposible pasar por otro lado, porque todos se dirigían al patio para ir a formar fila. Los reclamos para pedir espacio, eran los mismos, comenzaba en tono suave, seguía en tono desesperado y finalmente, solo podía pasar por la fuerza, pero era difícil, porque él era mucho más alto que yo. Su bloqueo era de espaldas, como si ignorara que yo estaba ahí y siempre sonriendo con picardía. Y si, a mi también me causaba gracia, pero cuando habían pasado unas horas, porque en el momento, rompía por completo mi mundo pasivo e invisible. En una ocasión, tres compañeros le pedían que me dejara pasar y no tuvieron éxito, pero como siempre terminaba eso, lo empujé y me fui sin mirar atrás, deseando saber el truco del escape detrás de la cortina de humo... es que nunca fue un compañero mas.
Y así, llegaron los últimos días de clase, con el permiso de escuchar música en las horas libres, con un juicio, para castigar a los culpables de haber tirado pan en el cesto de basura y yo disimulando mis ganas de aplaudir, cuando él cantaba viejos temas de los Beatles.
Esas fotos de fin de año, con mi enojo, porque mi madre no se pidió el día para venirme a verme, con la tristeza de dejar una vez más todo lo conocido y la probabilidad de ya no volverlos a ver.