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lunes, 5 de mayo de 2025

A PESAR DE TODO... Capítulo1: "Mis primeros recuerdos"

 

A PESAR DE TODO…

 Capítulo 1: “Mis primeros recuerdos”

                                                           https://youtu.be/AUaw31j_jWo
 Nací una fría madrugada de Julio, con la luna en cuarto creciente, sobre el cielo de Parque Patricios.

 Fui la más pequeña de las dos familias, la materna y la paterna. Mis padres se casaron con treinta y treinta y cinco años, detalle que hoy hablaría de responsabilidad de planeación familiar, pero en su contexto, no se comprendía con ese razonamiento.

 Es la historia de una mujer que había sobrevivido a una triste historia amorosa, con un desenlace de desilusión y muchos chismes y un hombre algo inmaduro, que tenía un encanto muy especial y un talento muy marcado para el arte y la innovación.

 La unión no fue fácil, porque mi madre, pensaba quedarse en su soltería, atendiendo el almacén de “Ramos Generales” de mis abuelos y rechazando “candidatos”, porque ya no quería sufrir.

 Por otro lado, mi padre, era un pelirrojo con mucha paciencia y un buen humor, que te hacía reír sin ganas, pero… su fama de “mujeriego”, hacía que mi abuela lo sacara corriendo con la escoba. Alguna vez, lo cuestionamos con mi hermana, por esa anécdota que cada tanto surgía, de cuando tuvo que salir corriendo, porque se le juntaron cuatro de sus “novias” en la plaza principal de su ciudad natal. Él se reía, mientras respondía, que “eso se termina cuando te enamoras”.

 Mi madre nos contaba que la esperó un mes, para poder besarla por primera vez y eso, entre otras cosas la conquistó.

 Realmente, por muchos años, intuimos que algo había pasado ese día, por el contraste de la alegría en el rostro de mi padre y la tristeza en la mirada de ella en la foto de su casamiento. Ella siempre respondía que se debía a que estaba cansada, porque se había levantado temprano para atender el almacén… ¿El día de su boda? Con los años, y por la infidencia de una tía, supe que mis abuelos maternos habían rechazado esta unión, no solo por la “fama” de mi padre, sino, porque era menor que mi madre y porque tampoco su condición social era acorde al bienestar que pretendían para sus hijas.

 De todas formas, el amor pudo más, y al año, nació mi hermanita Iris María, una pelirrojita que, lamentablemente no conocí, porque falleció a los dos días, debido a una insuficiencia respiratoria, que según dichos de mi madre, se debió a mala praxis, o falta de tecnología en el hospital. No tuvimos foto de ella, pero mi madre siempre guardaba una foto de una revista que recortó una tía, porque decía que ese bebé era idéntico a ella.

 Tardaron dos años en recuperarse en parte, de esa pérdida tan dolorosa, pero finalmente, llegó mi hermana Cecilia. Ella fue esa luz que volvió a iluminar sus corazones, después de tantas lágrimas y desbordó su amor incondicional, sus atenciones y todos sus sueños aplazados por la fatalidad del destino.

 Y después de cuatro años, nací yo (Volvamos al inicio). Tenía apariencia muy frágil, hablaba en voz bajita, con un cabello rubiecito y muy finito, que me cortaban a la altura donde comenzaban los bucles, para que no llorara cuando me lo peinaban. Comía muy lento y la anécdota, era que cuando ya estaba satisfecha, era imposible tentarme con algo más. Era muy sensible y lloraba con facilidad, incluso, cuando me aplaudían en los cumpleaños. Cuando tenía sueño, pedía” upa” y recordaba a quien me acunara, que cuando me durmiera, me sacaran los zapatitos.

 Recuerdo que un día, a la hora de la siesta, (en esa época era una obligación dormir, haciendo un corte en el día, porque la gente se levantaba muy temprano y las mamis estaban en casa, para supervisar ese ritual) yo me levanté decida a tomar mate, pero… no me gustaba el gusto de la yerba, así que, decidí tomar mates de azúcar y agua fría, porque tenía dos años, y no podía calentar el agua… y sí.

 Mis padres se levantaron y no pudieron creer lo que veían. Yo, sentada en la galería que daba al patio trasero, en el “etate” (Silloncito de madera con posa brazos, pintado en colores pastel, que había construido mi padre para mi hermana), sorbiendo “mi infusión”, con total normalidad, mirando los árboles frutales que teníamos en el fondo de la casa, que alquilábamos en Mercedes, provincia de Buenos Aires, en donde vivimos hasta mis tres años.  Por supuesto, la escena fue narrada a todos los que llegaban a casa y provocó muchas risas, pero yo no entendía donde estaba la gracia, ya que, ellos siempre tomaban mate y no tenía nada de particular.

 También recuerdo, que a veces, memorizaba parte de las tareas del colegio de mi hermana, porque ella estudiaba repitiendo en voz alta. Así, aprendí la fecha de llegada de Colón a América, una poesía a San Martín y bueno, también una vez le firmé un boletín, pero bueno… se aprende del ejemplo.

 Alquilábamos una casa con un fondo grande, lleno de árboles. Era una zona de casaquinta y la nuestra, era de las primeras, donde los terrenos no eran tan grandes.

 Por las tardes, salíamos salir a la puerta, a la hora en que mi padre volvía de la fábrica, él nos esperaba en la esquina con su Siambretta y nosotras corríamos a saludarlo, entonces, nos subía, a mi hermana atrás y a mi, adelante y nos llevaba hasta casa, que era donde terminaba la calle.

 En una ocasión, mi madre tuvo que salir por un momento, y mi hermana decidió que era momento de lavarme la cabeza, pero no pudo enjuagarme, así que, cuando llegó mi madre, todo era un caos, de llanto, espuma y agua. Y hablando de burbujas… en esa época, los programas infantiles solían dar ideas, poco chequeadas, diría yo. Las instrucciones eran: poner detergente en un vaso, absorber de ese líquido con una bombilla y soplar para hacer burbujas. Mi hermana tenía la técnica, pero yo no, así que conocí el gusto del detergente, que más tarde se pasó, con un plato de sopa.

 En frente de nuestra casa, vivía mi amiga María José, medio año más chica que yo, pero con más incentivos, ya que tenía más recursos y su casa siempre se llenaba de gente, porque sus padres eran jóvenes profesionales, simpáticas y sociables. Desde que nos despertábamos, comenzaban los cruces de una casa ala otra, porque nuestras madres supervisaban y no había peligros. Ella tenía un cuartito lleno de juguetes nuevos, pero prefería jugar con la “pepona” de mi hermana o un payasito, que era nuestro. Su mamá la retaba porque tenía la costumbre de dar vuelta el bolsón de juguetes y desparramaba todo ni bien nos juntábamos.

 En los años compartidos, la vi tirarse a la gran piscina que tenían sus padres y ellos tirarse detrás, con la desesperación de que pudiera ahogarse, a pesar de la precaución que habían tenido de construir una pequeña para ella.

 Una vez nos retaron, y creo que lloré (para variar), aunque después se rieron mucho. Estábamos jugando con una pelota y como yo tardé en devolverla, me dijo: _Pasame la pelota, pelotu… (tal vez de ahí mi trauma, jajaja).

 Su mamá me presto su sillita alta, una noche que mi madre fue hospitalizada, con la sospecha de haber perdido un embarazo. Compartió con nosotras la varicela y alguna que otra gripe, porque era imposible que no se cruzara y se subiera a nuestras camas cuando estábamos enfermas. Para jugar, me cambiaba su triciclo nuevo, por el mío, reciclado de mis primos y una muñeca nueva por una viejita nuestra, cuando se iba de vacaciones.

 Cuando nos fuimos de Mercedes, su mamá nos regaló dos muñecas preciosas, que nos robaron en un depósito de muebles en Mar del Plata.

 Recuerdo su carita llena de lágrimas en los brazos de sus padres, esa noche que nos mudamos. Unos años después, la visitamos en su nuevo domicilio y volvió a dar vuelta su bolsa de juguetes y otra vez el llanto de la despedida, creo haber tenido ocho años entonces, y no nos volvimos a ver.

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