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jueves, 3 de febrero de 2011

Enamorada de una estrella



Esta historia la escribí inspirada en el amor incondicional (desde los 9 años) de mi hermana a su ídolo... "Sandro". Después de haber escrito esto, quiero destacar que me gustaría que algunos mayores entendamos que los niños son "personas sin experiencia"... no algo asì como infradotados... "a no equivocarse", ellos poseen todas nuestras capacidades, pero no saben manejarlas... esto se aprende con los años. Este concepto de no menospreciar a los niños, abarca su capacidad de amar... un niño puede enamorarse a los 9, a los diez 10... o a al edad que sea y por màs que nos empeñemos en decirles que no tienen "edad para amar"... esto no es màs que un deseo nuestro para que no sufran o pierdan la infancia, pero lo cierto es que no importa que hagamos o digamos para convencerlos... cuando el amor se instala, germina y se ramifica... otras semillas pueden sembrarse a los lados, pero una gota de agua que caiga en sus raíces... o simplemente un tenue rayito de sol, hace que la primera semilla plantada se ramifique y su sombra deje sin vida al resto de la vegetación, por eso... a no olvidarse... "Los niños son personas bajitas".

En esta historia, de la cual fui testigo; un hombre, que era tan único e irrepetible como cualquiera de nosotros, decidió demostrar que su naturaleza lo hacía destacarse de otros, porque tuvo el coraje de rebelarse ante los parámetros que la sociedad establece como correctos y exponerse con todo el brillo que irradia el talento.
Ella, era una niña y aún así, su corazón palpitaba más fuerte ante su imagen, sus ojos habían sido hechizados por un hombre que le llevaba unos cuantos años. En esos años, la manera en que él vibraba con los sonidos de su provocadora música, era considerada casi obscena y por ese motivo, esta pequeña ocultaba ese mágico sentimiento. Un día, en el colegio, le regalaron sobres de figuritas (para promocionar los álbumes) y ella descubrió que una de las fotitos pertenecía a ese ídolo que la había embrujado con su presencia y su voz. A partir de ese día, todos la que la conocíamos, descubrimos que ya tenía un punto débil. Ella le profesaba un amor incondicional y vivía pendiente de los programas de televisión en los que su ídolo aparecía, recortaba revistas, ahorraba moneda por moneda para comprar sus discos. Con la complicidad de su mamá y un amigo de la casa, engañaban a su papá para que la llevara al cine a ver alguna de sus películas.
Todos en la familia colaboraban avisándole sobre algún reportaje, programa, presentación en algún show o comprándole revistas que lo mencionaran.
Tanto era el amor que ese hombre había despertado en ella, que a pesar de haber conocido muchos otros hombres a lo largo de su vida, nadie pudo igualarlo. Todos los que la rodeábamos, sabíamos que era intocable y misterioso, pero a pesar de eso, siempre se hacía presente en las charlas, compartía la mesa y dormía con ella porque se adueñaba de sus sueños.
Por años, fui una espectadora de la fascinación que este hombre despertaba en millones de personas y temí que ella sufriera por este amor que la elevaba a las estrellas, envolviéndola en su música, cautivándola con sus gestos (que habían sido analizados en detalle), hipnotizándola con su baile sensual y sujetándola con su mirada.
Ella fantaseaba con hablarle y abrazarlo, aunque no estaba segura de sobrevivir a, tamaña experiencia.
Planeaba con anticipación todos los detalles cada vez que asistía a uno de sus recitales, o cada vez que trataba de acercase a alguno de los lugares donde él se iba a presentar, como una vez que le llevó un retrato hecho por ella a un canal de televisión en el que él grababa un programa.
Recuerdo que su padre lo criticaba, no solo por celos hacia tanta veneración de su hija por ese hombre, sino también porque era parte del ritual entre ellos, hasta era muy divertido oírlos porque todos sabíamos que ella encontraba justificación para todo lo que su ídolo hiciera.
Después de tantos años, todo en ella permanece intacto y tiene muy claro que a pesar de todo, nadie igualará jamás a ese coloso que supo resguardase bajo la sombra de una nube tras un muro de cemento y aún resplandeciendo con todo su brillo y cautivando los corazones de sus legiones de admiradores y enamoradas como el primer día… y para siempre.

20/08/08

Mis vacaciones



En esas noches en que me resisto a dormirme porque siento que el día no tuvo algo más que lo cotidiano, comienzo a recordar episodios que bien podrían ser fotos desprolijamente guardadas en un cajón. Hoy por ejemplo, recuerdo mis vacaciones cuando cursaba la escuela primaria.

Todo comenzó cuando era muy chiquita e íbamos con mi mamá a visitar a mi madrina, que era una persona dulce, algo dispersa y también porque no, aniñada. En esa época yo contaba con uno o dos añitos y aunque no tengo muchos recuerdos de esos días, pero algunos puntuales me quedaron grabados.
Mi tía (madrina), tenía por vecinos, a un matrimonio con tres hijos; dos nenas mayores y un varón que tenía un año menos que yo. Eran lo que se podía decir… una familia ideal. Hermosísima casa, dos autos, mucha educación, alegría y un perro llamado “colita”. Él, trabajaba en una fábrica y ella era maestra (¡Cómo cambiaron los tiempos!). Bueno, el caso es que, como antes se acostumbraba a jugar en la calle, de a poco los fui conociendo y haciéndome amiga con el paso de los años.
Cuando cumplí tres años, mis padres, se mudaron a Mar del Plata, porque les interesó una propuesta de trabajo, pero pasado un año aproximadamente, esa propuesta llegó a su fin y se complicó mucho la situación, por lo que mi madrina y su marido, me llevaron un año a vivir con ellos. En este tiempo viví una experiencia que me marcó mucho, porque ya que ellos no tenían hijos, yo cumplí con el papel de hija única.
Mis tíos tenían una enorme y confortable casa, con jardín, quinta, árboles frutales y un inmenso gallinero con pollitos y todo.
Como era costumbre en otras épocas, los vecinos de confianza, solían tener una puertita que comunicaba los patios de ambas casas y mi tía no era la excepción.
Las siestas eran tradicionales y los niños debían dormirse sí ó sí, pero yo soy de las que no duermo siesta porque me despierto de muy mal humor y esto me pasaba desde muy chiquita.
Como la gente antes usaba métodos muy “persuasivos”, los niñitos aunque sea, fingíamos dormir. Alguna de las explicaciones que nos daban eran: -Ahí viene “la solapa”, ¿La escuchás?- y no era más que la sirena de la fábrica, pero todos corríamos adentro muertos de miedo (¡Así quedé!).
Pero, como la siesta se hacía interminable, llegaba un momento en que te dormías de aburrimiento, o te levantabas y salías al patio (porque la gente no cerraba las puertas). El caso, es que yo me llevaba una sillita y espiaba que hacían los vecinitos y cuando podía, metía un “bocadillo” en sus conversaciones para que ellos advirtieran mi presencia e invitaran a ir a jugar a su casa.
Los días eran de una rutina maravillosa. Me levantaba a las diez, tenía mi ropa planchada en el fondo de la cama, mis zapatillas entalcadas y mi desayuno preparado, después si hacía falta iba a hacer mandados con mi tía. Más tarde venía el almuerzo seguido de la “bendita” siesta que comenzaba a la una y terminaba a las cuatro, hora en nos disponíamos a bañarnos, cambiarnos con ropa más linda y lucir nuestras pulseritas, collares y anillos de oro (¡Diooos!, ¿Era en este país?). En fin, como decía, paso seguido, merendábamos e íbamos a jugar a la vereda. Había tantas opciones para jugar, que el horario se prolongaba hasta la hora de la cena, pero en verano, todavía existía un plus, cuando la cena terminaba, los mayores sacaban la silla a la vereda y conversaban entre sí un tiempo más, mientras nos miraban jugar y reír en ese mundo mágico que no supimos heredarle a nuestros hijos.
Cuando cumplí los cinco años, volví para comenzar el colegio, pero todos los años, mi tía venía a buscarme en vacaciones para revivir una y otra vez esos maravillosos momentos.

27/07/08

Decidir mi destino.



Era una tarde que no recuerdo con detalles, debido a que sólo contaba con cuatro años, mis padres pensaron que era bueno que yo pasara un tiempo en casa de mi madrina (que era la hermana mayor de mi mamá). Ella estaba casada con un hombre que le llevaba diecisiete años y no habían podido tener hijos, pero eso no era un problema, debido a que se querían y necesitaban mutuamente.
En el año siguiente (1970), yo comenzaría primer grado y creyeron que era el momento oportuno para alejarme por un tiempo hasta que la situación económica mejorara. Esa tarde, partimos llevando mi bolsito amarillo, la “pepona de mi hermana” y mi tristeza. Mi tío se había jubilado como ferroviario y no le era tan costoso viajar en pullman y con dormitorio. Nunca había vivido esa experiencia, pero como ellos eran tan buenos, también recuerdo que iba algo ilusionada.
Mis días en aquella casa, se transformaron casi en un cuento de hadas. Por las mañanas, me levantaba a eso de las diez, en el fondo de mi cama, siempre tenía un vestidito bien planchado y en el piso, las zapatillas (o zapatos) impecables y con talco. El desayuno estaba servido, con tostadas y dulce casero, o torta. Por lo general en las mañanas salíamos a hacer algún mandado y después volvíamos a almorzar. La siesta, en aquellos tiempos era sagrada y mi tío solía lavar los platos para que mi madrina, no tardara tanto en irse a descansar.
En aquella época, era algo común tener un puertita que cotaba el ligustro y nos permitía tener acceso a la casa del vecino (sólo cuando era necesario). Es así, que yo sabía que en la casa lindante vivían tres niños, dos nenas y un varón y como es de suponer, los observaba jugando en su parque o jugando en su pileta de lona a la hora de la siesta. Por las tardes, al terminar la siesta, merendábamos, nos bañábamos, nos poníamos “la ropa para la tarde” y las cadenitas, pulseritas o anillitos de oro que tuviéramos. Con la puerta de calle abierta, los chicos salían a jugar a la vereda mientras que algún mayor los cuidaba sentado en la verja de su casa o en alguna silla que era sacada afuera.
Poco a poco comencé a participar de los juegos que organizaban los chicos de la cuadra, a pesar de mi gran timidez. Un día los vecinitos de al lado, me invitaron a ir a jugar a la hora de la siesta a su casa, pero cuando en medio de los juegos sonaba la sirena de la fábrica, corríamos a escondernos porque nuestros mayores decían que era “la solapa” que venía a buscar a los niños que no dormían la siesta. Por las noches, después de cenar y si el tiempo acompañaba, todos salíamos a la vereda, los mayores acercaban sus sillas a las de los vecinos y los chicos organizábamos juegos. Corríamos hasta que alguien decía que era hora de dormir y refunfuñando entrábamos a nuestras casas a bañarnos y a dormir.
Los días transcurrían entre algunas prohibiciones de mi madrina y permisitos de contrabando de mi tío. El otoño llegó y con él, las lluvias y los vientos, las tardes se desteñían en grises y yo solía pasar largas horas “en la tiendita” que tenían mis tíos. Era un pequeño negocio que me fascinó por los colores de las telas, los dibujos de las puntillas, la suavidad de las cintas razadas, las cintas al bies, el brodery y la infinidad de variedad de camisones y ropa interior que aún hoy tanto me atraen.
Y después del otoño llegó el invierno y más tarde la primavera y nuevamente el verano. Sólo recibía de mi familia cartas que me leía mi madrina. No estaba triste y no entendía muy bien cual era la situación, pero dentro de mí, sabía que esto iba a terminar y no había certezas de cómo me iba a sentir cuando regresara y ya no fuera la nena consentida y mimada que vivía con todas las comodidades en una gran casa.
Como todo en la vida, llegó el momento de regresar, a pesar de mis miedos y la profunda tristeza de mis tíos que no tendrían más mi imagen infantil llenando sus días.
Recuerdo que mi familia vivía en una pequeña casa, muy humilde, porque aquellos años fueron terriblemente difíciles. Mi madre abrió la puerta y no sé cual de las dos retuvo más tiempo las lágrimas, lo que sí sé, es que me contaron que mi hermana lloraba por las noches y pedía que yo regresara. De ahí en más, me queda el recuerdo de mi hermana que sacó una moneda de un peso que guardaba para mí y me llevó al kiosco para comprarme caramelos.
Se acortaban los tiempos y mis tíos con todo el dolor en sus almas debían partir, pero conservaban la ilusión de verme corriendo a sus brazos y regresar conmigo. Pero, a pesar de mi corta edad, tuve la responsabilidad de decidir el destino de varias personas, entre las que me incluyo. Mi madre les dijo a mis tíos que la decisión era mía y yo opté por elegir a mi hermana que no dejaba de mirarme con la desesperación de perderme una vez más...

Encontrar otro lugar.

Tal vez por mi corta edad, no recuerdo exactamente en que el mes, pero si sé, que corría el año 1968. Vivíamos en una ciudad que está a unos 100km de Buenos Aires.
Yo tenía tres añitos y mi hermana algunos más. Mis padres eran personas que creían en que el progreso se conseguía a base de sacrificios y trabajo, por ese motivo, decidieron probar suerte en otro sitio. Fue así, que en su afán de encontrar el lugar que les brindara otras posibilidades, decidieron que mi padre viajaría a Mar del Plata en busca de un trabajo que les permitiera realizar tal sueño.
En uno de los tantos viajes, le ofrecieron un trabajo como encargado de un hotel. De inmediato, comenzaron los preparativos y finalmente, dejamos atrás los parientes, la “chatita”, mi amiguita María José, el trabajo de mi papá en la fábrica y la casa que alquilábamos. Como es de suponer, no tengo muchas imágenes claras, pero sí recuerdo una, la de mi amiguita llorando desconsoladamente mientras la saludábamos a través de la luneta trasera del auto que nos llevaba a la estación.
El hotel no era muy grande y no tenía demasiados residentes, porque creo que había terminado la temporada, esto lo deduzco porque yo cumplo los años en Julio y recuerdo que mi madre me hizo una torta decorada con gajitos de mandarina para cuando cumplí 4 añitos.
Nos divertíamos mucho subiendo y bajando por las escaleras y recorriendo los pasillos de las habitaciones vacías. Recuerdo que un día, vino un vendedor con la novedad de una pantalla que se ponía sobre la del televisor, y según él, de esta manera, se podía ver imágenes en color. Lamento decepcionarlos, pero sólo se trataba de un celuloide pintado con rayas transparentes de colores.
Como nada es eterno, un día vino el dueño y dijo que iba a poner a la venta el hotel. Como es de suponer, así comenzó la odisea de encontrar otro lugar. Gracias a Dios, mis padres nunca nos hicieron sentir la preocupación y desamparo que sentían en esas circunstancias.
Esta etapa de nuestras vidas fue muy difícil, porque era complicadísimo sobrevivir en un lugar que revivía cuando llegaban los turistas y la gente se agolpaba en las playas y las calles del centro, mientras miraban al mar como quien observa deslumbrado un ocaso en el campo o el cielo despejado de una noche de verano.
Sería muy tedioso contarles todos los lugares en los que vivimos, lo que sí es verdaderamente
importante era la fuerza que mis padres le ponían a todo. Mi madre era modista y mi padre era electricista, pero los dos habían aprendido a hacer infinidad de otras cosas. En las etapas en que el trabajo bajaba mucho, mi padre (que era muy habilidoso trabajando la madera), hacía fosforeras, repisitas etc., luego, entre los dos las pitaban y barnizaban y mientras mi madre nos cuidaba y cosía algunos encargues para los vecinos, mi padre tomaba la bicicleta y con el bolso lleno de mercadería, recorría las calles de los barrios ofreciendo (siempre con un chiste o una sonrisa) los diferentes modelos de sus productos. Pedaleaba hasta vaciar el bolso. En esas gélidas noches de los inviernos marplatenses, esperábamos preocupadas escucharlo silbar a lo lejos y momentos después abría la puerta con sus manos semicongeladas, una sonrisa en los labios y caramelos.
La temporada de playa para nosotras, comenzaba con los primeros días primaverales, cuando mi madre al volver del trabajo, nos pasaba a buscar al colegio con un bolsito (al mediodía) y de ahí, nos íbamos a la playa a disfrutar del privilegio de jugar de locales. Esto compensaba el miedo que nos provocaban las tormentas de huracanados vientos que nos hostigaban en los interminables inviernos.
Con el tiempo mis padres lograron comprar un terreno y construir una casa rodeada de árboles frondosos.
En Abril o Mayo de 1974, mis padres decidieron vender todo y mudarse a capital y así empezó otra historia, pero allí quedaba mi infancia de inocencia y recuerdos de arena y sol.

Norma.

Mi identidad



De raíces italianas, con sueños de prosperidad. Con historias tan
románticas, como la de mi abuelo enamorándose de una muchachita de
agraciada voz, que cantaba asomada en un balcón, de la novelesca
Venecia. De esa unión, sellada en Italia, nacerían ocho pequeños
(siete argentinos).
Desde Ancona partía un barco con un joven de diecisiete años que
escapaba de la guerra. Con un cargamento de soledad y sin conocer
siquiera su segundo nombre. Poco sé de esos primeros años, pero marcó
su vida al enamorarse, con casi treinta años, de una encantadora
criolla de quince años, que posteriormente fuera madre de sus seis
hijos. Mi papá, uno de los más pequeños y el único que heredó el
rojizo cabello de mi abuelo.
El mar en sus azules ojos, el recuerdo indeleble de sus familias, de
su idioma, de sus dialectos y las ilusiones pagadas con sudor durante
las sequías de los colosales campos pampeanos y las perpetuas horas
de abnegado esfuerzo en los hornos de ladrillo.
Mis padres, casi nómadas, eternos idealistas, en busca de su lugar
en el universo.
Mi padre, era una especie de mago-inventor, un sabio sin títulos, un
optimista compulsivo, un santo por su generosidad casi extrema, un
infante por su simplicidad y sus berrinches, un paradigma por su fe y
su alegría, un imperecedero padre y esposo.
Mi madre, es el tesón, la lucha, la organización, la honestidad. Fiel
a sus amigos, sus recuerdos, sus principios, sus nostalgias, su amor
a la lectura (que heredó de su padre).
Muy adelantada para su época en ideales, afable y tolerante.
Mi única hermana en esta vida, es sinónimo del desinterés y fidelidad
aprendida. Firme en ideales, optimista, amante de la libertad y del
espacio que le permiten encontrar sus pequeños paraísos.
Ellos son una fracción de mi identidad, otra segmento la forje
abriéndome paso entre la multitud, haciéndole frente a las penurias,
cargando con mis errores, haciéndome amar, batallando, pretendiendo,
asimilando de cada experiencia propia y ajena... existiendo.
El toque final, fue esculpido con mi compañero reelegido e hidratado
regularmente de la sapiencia de mis hijos. Ellos son los eslabones
forjados con mi orgullo... uno de ellos, elabora en su vientre otro
eslabón para alargar la cadena de mi identidad.
Entiendo que la identidad es más que un nombre... o una huella digital.

Extasiada de sonidos.



Mis brazos cruzados sobre la mesa, mi cabeza reposando sobre ellos,
un silencio de voces en el entorno y mi cuerpo se distiende. Entorno
mis ojos y relajados mis músculos, delinean una sonrisa a mi
expresión.
Me alcanza la dulce melodía de unas aves y voy desandando el tiempo.
Me vuelvo niña extasiada de sonidos, coros de aves celestiales,
sonidos de paz sobrevolando campos inmensos, frondosos de vida,
infinitos de ecos ancestrales, virginales de guerras, sordos de
bramidos de mar, huérfanos de retumbos humanos. El crujir de las
hojas otoñales, la casi imperceptible eufonía de las flores
bostezando, una gota de agua que cae, estalla y se expande en
círculos.
El viento en su perpetuo juego, envuelve al nogal, sacude al pino y
menea el paraíso, en su incesante melodía oscilante, abraza, huye,
retorna y se repliega en un vaivén de silbidos.
Voces del pasado, hoy ya desvanecidas, vienen desde el recuerdo a
hurgar en mi puericia, e irrumpen en mi paz con su alegría, vetando a
la muerte que nos distancia.
Mi padre con su voz me trae tardes de chocolate con churros y de
cuentos, de inventos, de ilusión y de sorpresas, de proyectos y risas
a la mesa. Tía Luisa con su voz amasa panes, hace tortas de limón,
cocina dulces, se ataja el sol con una mano y se aleja con andar
apresurado. Abuela Ninfa con voz me cuenta historias, brilla con
kerosén el piso del zaguán, se toma un té, juega al chinchón y barre
el patio con la escoba de paja mientras las gallinas picotean la
comida.
El rechinar de la puerta, el sonido metálico del picaporte, el agua
llenando la pava, el golpecito de la puerta de la alacena, el intento
del roce que enciende el fuego, el hurgar en la caja del té, el vapor
que hace bailar la tapa, nuevamente el agua cae como catarata y se
acomoda... finalmente el repicar de la cucharita que se baila un vals
en la taza. Escucho una voz nacida en mis entrañas que me agita
diciendo... –Má, ¿te quedaste
dormida?.

Autorretrato



Tomo mi paleta de papel y mis pinceles pelados. El espejo enfrente

de mí, la silla, el escritorio y las miradas indecisas que no pueden
resolver que retratar.
Improviso un bosquejo a grandes rasgos. Estatura media, acorde el
peso... normal, castaño el pelo y los ojos, tez blanca, manos y pies
pequeños y el cabello natural, sin peinados, medio largo, sin tintura
y alguna cana escondida que me delata la edad.
Paso a los detalles de mis manos imperfectas, que han lavado,
cosido, planchado, mimado, curado, bañado, calmado, vestido,
advertido, cocinado, barrido, colgado, tendido... y escrito palabras
que desnudaron mi alma. Mis ojos que han sonreído tanto, mis noches
de llanto que también me han navegado, mis iras denunciadas y las
contenidas que me ensombrecieron la mirada.
Fusiono los colores con tonos naturales. Montañas, lagos y sol para
matizar mi paz. colosales campos sembrados para mi libertad, cuevas
de hielos eternos para mi tristeza, prados de coloridas flores para
mi niñez, oleajes de indescriptible vigor para mi cólera, pájaros de
indefinible divinidad para mi concepción, mágicas comarcas para mi
origen... y rosas de fuego para mi amor mortal.
Un abanico de gamas en mi espíritu, inmaculados blancos para derogar
las guerras, insondables azules para purificar, verdes perpetuos para
prosperar, anaranjados penetrantes para la ternura, ambarinos
insulsos para mi indiferencia, grises asfixiados para mis rencores,
rozados intensos para mi júbilo, castaños prolongados para mi
constancia y concluyo mi obra con pinceladas en carmesíes de
vehemencia para mi intimidad.
Soy una radiante luminiscencia oculta, soy un río manso que no
dimite su transitar, soy un brote nuevo, endeble, expuesto y a su vez
un titán de pasmosa fortaleza. Soy un junco, una piedra, un volcán
adormilado, un sauce, soy tierra simple y productiva, un ocaso de sol
por su nostalgia, un iceberg por mi reserva, madero sediento de
conciliación y extenso abrazo para cándidas victimas.