Los meses pasaron, y mis padres encontraron otro lugar donde vivir, era como una especie de gran salón o local para negocio, no recuerdo con precisión. Solo sé, que de alguna manera, fue acondicionado para que tomara forma de hogar. Esta vez, un conocido de mi padre nos alquiló este espacio en el frente de su casa y él, con sus tres hijos ocupaban la casa que seguía a continuación, con una entrada lateral, tipo PH.
No fueron pocos los inconvenientes que surgían, ya que el dueño de casa era viudo, y dejaba sus hijos a cargo de su hija mayor, aunque ella tuviese unos doce años.
Mi madre los ayudaba como podía, pero no eran niños acostumbrados a los cuidados y vigilancia de adultos, excepto, en las horas que su padre compartía con ellos, después de una larga jornada de trabajo. Seguramente, su realidad era muy complicada y hacían lo que podían, tenían conductas propias de niños sin límites sanos. En varias ocasiones, mi madre cocinaba de más y les llevaba comida, y así descubrió que los nenes entraban a nuestra casa cuando no estábamos, y se llevaban cosas. Mis padres hablaron con el padre y él hizo lo que pudo, pero no podía quedarse a supervisarlos y era una historia sin solución.
Caminando por el barrio, encontraron un terreno, cercado con alambre tejido, el pasto estaba muy alto y los límites eran escoltados por árboles altos, plantados estratégicamente uno al lado del otro, excepto en los laterales que llegaban al fondo del terreno. Apenas se divisaba una construcción, como una gran habitación, pero sin techo y sin puerta.
Mis padres indagaron entre los vecinos, algunos eran muy nuevos en el barrio, y estaban terminando de construir sus casas, y otros conocían la historia de los terrenos desocupados. Le contaron a mis padres, que una señora, que vivía en un coqueto barrio del centro, era la dueña. Comprar ese terreno, había sido una inversión para sus ahorros, pero que no había vuelto para hacerle un mantenimiento. El dueño original, era un hombre que había hecho los cimientos, algunos pisos, la habitación que parecía esconderse entre la maleza, el pozo del baño y los caños para el agua, pero por alguna razón, abandonó todo y vendió.
Y así empezó todo, mis padres encontraron a la dueña del terreno, una señora muy amable y sin problemas económicos, que accedió a darles un plan de pagos, con cuotas muy bajas imagino, pero que para mis padres, representaban un terrible sacrificio.
Mientras tanto, mi hermana debía comenzar las clases y mi madre escuchó que en las cercanías, se inauguraba, una escuela municipal, que prometía mucho más de lo que finalmente fue posible. El colegio era de educación primaria, con salón para festejar eventos, sala de proyección y televisión, taller de manualidades, vacunatorio, un escenario que daba a un muy amplio patio cubierto y cada aula tenía enormes ventanales que daban al patio externo. En su interior de cada aula, un baño para niñas y otro para varones, nunca volví a ver un colegio tan bonito al momento de estrenarse, incluso las nenas teníamos en el baño jabón y toalla rosa y los nenes, celeste. Pero, como lo perfecto es ilusión, el patio externo no tenía paredón para cercar los límites del colegio, el lugar en que se encontraba era medio descampado y para llegar, había que cruzar un puentecito, que sinceramente, daba miedo.
El principio del fin, comenzó cuando las autoridades del colegio perdieron el control sobre los alumnos y todo fue caos, al punto que había pocas maestras con la vocación y el coraje suficiente para enfrentar a algunas familias que ostentaban su ignorancia y su falta de normas básicas de conducta.
Ese año, se autorizó a que los niños de cinco años, comenzaran primer grado, siempre que cumplieran años antes de Junio. Yo cumplo años en Julio, pero mi madre, por medio de una vecina, vio la posibilidad de conseguir trabajo en una agencia de empleos, para lograr sumar esfuerzos con mi padre y comprar el terreno tan ansiado. Fue así, que mi madre, fue al colegio a plantearles esta problemática, esperando una solución, ya que mi hermana iba a comenzar el colegio, pero yo ni había empezado el jardín de infantes. La salida fue, que si aprobaba un examen de madurez, ingresaría a primer grado, aún sin ter la edad suficiente. Fue algo sencillo, pero a mi timidez, le dio taquicardia. Una lectura donde se intercalaban palabras con dibujos, que debía memorizar y saber en que lugar de la lectura encajaban. Afortunadamente para el bien familiar, aprobé.
Recuerdo el primer día de clase, vino a tocar las canciones patrias, la banda Municipal. Y allí estábamos paradas las nenas, con los guardapolvos nuevos, las vinchas y los guantes blancos, temblando bajo la inclemencia del frío y del viento. Nos enseñaron el aula y quedamos deslumbrados, mi maestra, "la señorita Susy", estaba recién recibida y con sus diecinueve años, nos enseñó a leer en cursiva e imprenta mayúscula. Mi desafío era poder escribir sobre el renglón y escribir con el cuaderno sobre la mesita, porque lo escondía para escribir, porque me daba vergüenza que alguien me corrigiera.
Durante un tiempo, me sentaron con un compañero que era repetidor y bastante revoltoso, pero, nos llevábamos muy bien, yo le hacía barquitos y avioncitos de papel, porque él no sabía y él me alentaba para que no tenga tanto miedo.
No me gustaba el mate cosido con leche, porque estaba medio amargo y muy caliente, así que solo comía pan o chocolatada cuando había cumpleaños. Tenía una compañera que era más grande que yo y creo que jugaba a que yo era su hija, pero yo no la pasaba bien, entonces mi madre fue a hablar con mi maestra y a partir de ese momento, ella estuvo más pendiente de mí. Recuerdo un día, en que esta compañera, me tomó de la mano y me llevó al patio antes que tocara el timbre y nos retaron a las dos, a ella la mandaron a dirección y como yo comencé a llorar, mi maestra me dejó en un rincón y me dijo que cuando dejara de llorar me fuera a dirección, y obviamente, traté de mantenerme en ese estado, para no ver a la directora.
La señorita Susy, siempre venía con su longplay de María Elena Walsh, cuando se casó, nos llevó a un teatro del centro, a ver "La Reina Batata" y nos regaló una bolsita de golosinas a cada uno.
Mis padres, ya habían hecho amigos en el barrio y como todos estábamos en una situación similar, la buena voluntad y la colaboración era una constante entre todos. Muchos ayudaron a cortar la maleza, pasto puna, enormes plantas de ruda y todo tipo de alimañas, hasta una víbora que mi padre mató con la pala.
Imagino el cansancio extremo de llegar del trabajo y seguir con la pala hasta que comenzaba a faltar la luz, pero no se quejaba, se lo veía contento con los avances.
En algún momento, la situación se tornó muy incómoda, y eso, apresuró la mudanza. Los vecinos vinieron a colaborar con algunos materiales para que pudiéramos hacer habitable el lugar, incluso, en una situación muy precaria. El que más colaboró, fue un vecino de la esquina, el dueño del kiosco, el papá de Roly, con el que se forjaría un linda amistad, incluso con su hijo, que venía todos los días a casa, para que mi padre le enseñara a arreglar radios y televisores. Roly, tenía unos quince años y con el tiempo, consiguió trabajo de acomodador en el cine. Él nos conseguía entradas, con la condición, que mi padre le hiciera churros o pastelitos. En realidad, era como un juego divertido, nos complotábamos para decirle que las películas eran de Gardel, y de pronto, estaba Sandro cantando en la pantalla... sospecho que sí lo sabía, pero era muy divertido.
Al año siguiente, mi madre nos cambió de colegio. La 36, era un colegio más pequeño, pero lo recuerdo con cariño. Mi hermana curso sexto grado con una maestra de apellido Cuervo. La relación entre la maestra, mi hermana y mi madre fue espantosa y terminó peor... mi hermana repitió ese año, porque las exigencias eran inescrupulosas. Por mi parte, todo era más tranquilo, conocí a mi amiga Elisa y jugábamos en los recreos, con muchas sonrisas, ya que a las dos, nos gustaban las mismas cosas. Mi maestra, era muy buena y se enfermó casi a fin de año. La suplente, creo que se llamaba Noemí, como yo y recuerdo el último día, no regaló unas lapiceras y lloramos todos, porque no queríamos que se fuera.
Ese año, íbamos al colegio, con el hijo de Alicia, la amiga de mi madre. El nene se llamaba José Luis y éramos compañeros de curso. A la mañana nos llevaba mi madre y después se iba a trabajar y a la vuelta, volvíamos caminando con mi hermana.
Ese año, la maestra nos hizo salir al patio para ver la nieve, porque hacía muchos años que no se veía esta escena en Mar del Plata.
Al año siguiente, a mi hermana la anotaron en la escuela 26 y yo hice tercer grado en la 36, en turno intermedio. en esa época, saber las tablas, y poder hacer cálculos mentales, era muy importante, por lo que practicábamos a diario y en algún momento de la semana, se nos repartía tarjetas repartidas en forma aleatoria, con un título, para darle rienda suelta a la imaginación, mientras acomodábamos letras en una redacción. Lo que más recuerdo de ese año, es haber aprendido la Marcha de San Lorenzo y que me iba todos los días con una compañera, que a la vez, era mi amiga y vivía a la vuelta de casa. Nos iba a buscar su hermano y volvíamos riéndonos. A la tarde, ella me invitaba a hacer la tarea a su casa y después mirábamos el show de Gaby, Fofó y Miliqui juntas. Fueron unos años, en que en casa no teníamos luz, por lo tanto, solo veíamos algún programa en la casa de algún vecino y realmente todos funcionábamos como una gran familia, claro... con los desagradables de siempre. Mi madre modista y mi padre electricista, eran únicos en su oficio e intercambiaban favores con los vecinos.
Recuerdo con tristeza la noche, tal vez de ahí me quedó el ser medio noctámbula, Teníamos la luz de un farol y el frio era implacable con nuestro escaso poder de calefaccionar la casa. Comíamos temprano, entre anécdotas graciosas y enseñanzas de Jesús y Martín Fierro, referencias de cabecera de mi padre. Algunas veces, terminábamos de cenar y leíamos revistas de historietas, Patoruzú, Patoruzito, Nippur de Lagash, alguna fotonovela, historias de Corín Tellado y muchas otras revistas, que debías cuidar, porque al día siguiente, se intercambiaban a bajo costo, por otra revista usada. También, le contaba a mi hermana, los capítulos de Meteoro, que había visto en casa de mi tía Luisa, podría decirse que era fan de "el rey de las pistas" jajaja.
Finalmente, en cuarto grado, mi madre, me inscribió en la escuela 26, con mi hermana, porque era mucho más práctica la ida, ya que tomábamos el colectivo con mi madre, nosotras bajábamos en la puerta del colegio y ella seguía hasta su trabajo. A la vuelta cruzábamos la calle y volvíamos solas a casa.
Antes de entrar, íbamos al kiosco de la esquina, y comprábamos un paquetito de Manon y el agua, se tomaba con el vasito plegable que llevábamos en el bolsillo.
Mi hermana, terminó la primaria con dos medallas de asistencia perfecta y yo con una, porque siempre fuí muy friolenta, y me costaba salir de la cama. Los días de paro, también íbamos al colegio, porque mi madre debía ir a trabajar, por lo que tocaba caminar unas cincuenta cuadras.
La categoría de A, B, C o D, en los colegios, marcaba tus supuestas capacidades intelectuales y de conducta. Yo pasé de tercero A a cuarto A, pero en unos meses, me pasaron al B, porque mi maestra dijo que escribía lento. Ella no tenía idea de la tristeza que me provocó, sentía que cada vez que algún pote se vaciaba, yo era la última cucharada... bastante dramático, pero así soy jajaja.
Mi experiencia en el B, también fue muy satisfactoria, ya que mi maestra sin gritar, nos mantenía siempre en perfecto orden, a pesar de ser un grado de casi cincuenta alumnos. Cantábamos Alfonsina y el Mar, porque era la patrona del colegio y yo no podía evitar ponerme triste, por la crudeza de la letra, obviamente, había sido explicada en detalle por la maestra. Con los años, aprendí a apreciar su inmenso talento.
El colegio era muy grande y en los recreos veías chicos jugando en todos los rincones, Manchas, rondas, soga, elástico, bolitas y figuritas, bajo el sol del medio día y el honor del elegido para llevar la pesada cartera de la maestra.
Ese año, se nos destacaba a cuarto B, como el curso con mejor conducta del colegio, a pesar de que algunos compañeritos eran medio inquietos. Al que pegaba, lo sentaban conmigo de vez en cuando, y se calmaba, era como un spa jajaja. Increíblemente, nos llevábamos muy bien y hasta me defendía cuando era necesario. Otro de mis compañeros, me decía que se quería casar conmigo y era tan molesto, que me hacía enojar Mi compañero de banco, era un nene muy bueno, que falleció su mamá ese año, por lo que estuvo unos días sin asistir al colegio, pero cuando regresó, hablaba de su mamá en presente y yo no sabía que contestarle, me sentía muy triste,
Comencé quinto grado en la 26 y por motivos de seguridad, mis padres decidieron vender la casa, ya terminada, gracias al sacrificio de mi padre que, en los veranos, caminaba bajo el sol y sobre la arena. Todos los veranos, se ponía el uniforme blanco y la gorrita, para vender barquillos, gaseosa y helados en la playa, porque el turismo repuntaba la economía y así se compraron los materiales para la casa que él levantó con sus maños y con la ayuda de un tío que sabía de construcción.
Todos los veranos, mi tía Luisa me venía a buscar al finalizar las clases y a veces, pasaba los tres meses de vacaciones en su casa, jugando con Marcela, Silvia y Javier, quien había planeado a los cuatro años, una boda entre nosotros y con una luna de miel en Córdoba, a la iríamos, obviamente... con sus hermanas jajaja. También jugábamos con otros chicos del barrio, recuerdo a uno de ellos, que se llamaba Omar y tenía un carácter bastante complicado.
Con los años, un día, nos dejaron ir solos al cine en Mercedes, fuimos a ver "Un mundo feliz" y "Había una vez un circo", al salir, los chicos no habían ido al baño y terminaron dejándolos pasar en el baño de una cochería, el resto, esperamos entre los coches fúnebres y salimos espantados. Lo peor, fue que a la vuelta nos retaron, porque habíamos tardado mucho buscando baño y ya era oscuro. Cuando nos vieron llegar suspiraron... bueno, no existían los celulares. Y otra anécdota tiene que ver con jugar al carnaval en la calle y a la noche al corso de Mercedes. Del carnaval, solo me gustaba llenar las bombitas, porque era guerra de nenas contra varones y ellos tenían más fuerza para arrojarlas. De los corsos, las carrozas y las comparsas, el resto era todo espuma en los ojos y en la boca. aunque con los años, se usaban un tipo de antiparras de plástico, bueno, igual era divertido ver a todos dirigirse en masa al centro para disfrutar de ese acontecimiento, en el que a ningún niño, se le cruzaba por la mente molestar a un adulto y los más viejitos, lo miraban sentados.
Des pedirse del barrio... y de mi casa, tan iluminada y tan linda a mis ojos. Despedirme de esos árboles a los que me subía, imaginando que era mi departamento o los que soportaban nuestro peso, al sostener la hamaca que había hecho mi padre. Despedirme de esas muñequitas de papel que tan minuciosamente dibujábamos con mi hermana. Despedirme de mi amiga Bety, que vivía en la vereda de enfrente y de los chicos del barrio, con quienes jugábamos todas las tardes. Despedirme del jardín de mi madre y de su huerta, de observarla tirando agua con jabón en las partes donde no había pasto, para que la tierra no se levante. Despedirme de esas navidades donde el vecino de enfrente, un señor solitario, que nos compartió su agua cuando todavía no teníamos, llegó una noche de navidad, con una caja llena de cosas ricas y cenó con nosotros. Despedirme de las tortas fritas y la invitación frecuente de Alicia, la amiga de mi mamá y madre de mi compañero José Luis. Despedirme de esos gestos que tenían mis padres, incluso con desconocidos, cuando veían a personas en problemas, como esa vez, que mi madre hizo entrar a una señora mayor con su nieto, porque los vio resguardarse bajo un árbol, mientras una lluvia torrencial, los sometía al frío más cruel y el aguacero no dejó ningún lugar para la tibieza. Ella les preparó un té, los puso cerca del fuego y les dio de comer. O cuando traía a la bebé de al lado de mi casa, para bañarla y darle leche con una mamadera improvisada, porque su mamá, que aún era una niña, la dejaba en el patio solita y su abuela trabajaba para que pudieran sobrevivir.
Despedirme de esa infancia tan pura, de unos niños con carencia de cosas materiales y en algunos casos, también de afecto, pero jugando entre el viento y los peligros, con los ojos llenos de inocencia.