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jueves, 3 de febrero de 2011

Decidir mi destino.



Era una tarde que no recuerdo con detalles, debido a que sólo contaba con cuatro años, mis padres pensaron que era bueno que yo pasara un tiempo en casa de mi madrina (que era la hermana mayor de mi mamá). Ella estaba casada con un hombre que le llevaba diecisiete años y no habían podido tener hijos, pero eso no era un problema, debido a que se querían y necesitaban mutuamente.
En el año siguiente (1970), yo comenzaría primer grado y creyeron que era el momento oportuno para alejarme por un tiempo hasta que la situación económica mejorara. Esa tarde, partimos llevando mi bolsito amarillo, la “pepona de mi hermana” y mi tristeza. Mi tío se había jubilado como ferroviario y no le era tan costoso viajar en pullman y con dormitorio. Nunca había vivido esa experiencia, pero como ellos eran tan buenos, también recuerdo que iba algo ilusionada.
Mis días en aquella casa, se transformaron casi en un cuento de hadas. Por las mañanas, me levantaba a eso de las diez, en el fondo de mi cama, siempre tenía un vestidito bien planchado y en el piso, las zapatillas (o zapatos) impecables y con talco. El desayuno estaba servido, con tostadas y dulce casero, o torta. Por lo general en las mañanas salíamos a hacer algún mandado y después volvíamos a almorzar. La siesta, en aquellos tiempos era sagrada y mi tío solía lavar los platos para que mi madrina, no tardara tanto en irse a descansar.
En aquella época, era algo común tener un puertita que cotaba el ligustro y nos permitía tener acceso a la casa del vecino (sólo cuando era necesario). Es así, que yo sabía que en la casa lindante vivían tres niños, dos nenas y un varón y como es de suponer, los observaba jugando en su parque o jugando en su pileta de lona a la hora de la siesta. Por las tardes, al terminar la siesta, merendábamos, nos bañábamos, nos poníamos “la ropa para la tarde” y las cadenitas, pulseritas o anillitos de oro que tuviéramos. Con la puerta de calle abierta, los chicos salían a jugar a la vereda mientras que algún mayor los cuidaba sentado en la verja de su casa o en alguna silla que era sacada afuera.
Poco a poco comencé a participar de los juegos que organizaban los chicos de la cuadra, a pesar de mi gran timidez. Un día los vecinitos de al lado, me invitaron a ir a jugar a la hora de la siesta a su casa, pero cuando en medio de los juegos sonaba la sirena de la fábrica, corríamos a escondernos porque nuestros mayores decían que era “la solapa” que venía a buscar a los niños que no dormían la siesta. Por las noches, después de cenar y si el tiempo acompañaba, todos salíamos a la vereda, los mayores acercaban sus sillas a las de los vecinos y los chicos organizábamos juegos. Corríamos hasta que alguien decía que era hora de dormir y refunfuñando entrábamos a nuestras casas a bañarnos y a dormir.
Los días transcurrían entre algunas prohibiciones de mi madrina y permisitos de contrabando de mi tío. El otoño llegó y con él, las lluvias y los vientos, las tardes se desteñían en grises y yo solía pasar largas horas “en la tiendita” que tenían mis tíos. Era un pequeño negocio que me fascinó por los colores de las telas, los dibujos de las puntillas, la suavidad de las cintas razadas, las cintas al bies, el brodery y la infinidad de variedad de camisones y ropa interior que aún hoy tanto me atraen.
Y después del otoño llegó el invierno y más tarde la primavera y nuevamente el verano. Sólo recibía de mi familia cartas que me leía mi madrina. No estaba triste y no entendía muy bien cual era la situación, pero dentro de mí, sabía que esto iba a terminar y no había certezas de cómo me iba a sentir cuando regresara y ya no fuera la nena consentida y mimada que vivía con todas las comodidades en una gran casa.
Como todo en la vida, llegó el momento de regresar, a pesar de mis miedos y la profunda tristeza de mis tíos que no tendrían más mi imagen infantil llenando sus días.
Recuerdo que mi familia vivía en una pequeña casa, muy humilde, porque aquellos años fueron terriblemente difíciles. Mi madre abrió la puerta y no sé cual de las dos retuvo más tiempo las lágrimas, lo que sí sé, es que me contaron que mi hermana lloraba por las noches y pedía que yo regresara. De ahí en más, me queda el recuerdo de mi hermana que sacó una moneda de un peso que guardaba para mí y me llevó al kiosco para comprarme caramelos.
Se acortaban los tiempos y mis tíos con todo el dolor en sus almas debían partir, pero conservaban la ilusión de verme corriendo a sus brazos y regresar conmigo. Pero, a pesar de mi corta edad, tuve la responsabilidad de decidir el destino de varias personas, entre las que me incluyo. Mi madre les dijo a mis tíos que la decisión era mía y yo opté por elegir a mi hermana que no dejaba de mirarme con la desesperación de perderme una vez más...

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